sábado, 23 de febrero de 2019

El tanga y yo

La naturaleza me dotó de tanto pelo en el cuerpo como alguno de los primates de los que parece que surgimos. Es posible que mi organismo estuviera genética y físicamente preparado para la llegada de una glaciación porque quizá la naturaleza no tuvo en cuenta que la acción del ser humano sobre la tierra podría producir tan dispar cambio climático.
Por tratar de generar una imagen ilustrativa y visual en la mente de la persona que pudiera leer estas líneas (aviso que quizá para alguien pueda resultar repelente), podía afirmar que, si hubiese llegado a ponerme un tanga de color fosforito como el del chaleco de un guardiacivil, este habría sido invisibilizado y oculto por la selva negra del pelo que cubría hasta esos lugares más recónditos de los pliegues del cuerpo.
En su momento, cuando era bastante más joven, esto me afectó negativamente porque llegó a generar algunas burlas de otras personas, aunque con el tiempo aprendí a aceptarlo y quererme sin que llegase a importarme, incluso siendo capaz de hacer bromas sobre mí mismo como la anterior.
Nunca me preocupó tener pelos en el culo salvo por la ignominia de tener que limpiarlos cada vez que los intestinos acababan de finalizar su función. Lo cierto es donde más me molestaba verme pelos era encima de los hombros, aunque eso también dejó de preocuparme porque tampoco era algo que fuese exhibiendo por ahí. Hasta que un día llegó una mujer a mi vida y me presentó el color de la piel desnuda y con él llegaron más calores que se fueron sumando a los del cambio climático.
Nunca me atrajo mi físico y menos aún la idea de exhibirlo porque el cuerpo masculino para mí no resulta algo especialmente atractivo de ver, en parte por la cultura entorno a los pelos en lugares distintos a la cabeza, pero en particular por ese colgajo que la naturaleza dejó suspendido a merced de las fuerzas gravitatorias y entorno al cual alguna fuerza misteriosa hizo que girase el mundo. Por ello, opté siempre por el bóxer que convertía en discretos estos volúmenes más o menos grandes del varón y no realzaban lo que alguna paloma mensajera llamó “paquete”.
Unos años más tarde, sobrevino una crisis mundial y con ella me llegó a mí la de los 40. “Hay que cuidarse”. Y si poco antes me habían presentado a esa cera de la que tanto parece que reniegan algunas mujeres, empecé a convertirme en lo que en su momento alguien decidió llamar metrosexual (porque no tuvo la imaginación de buscar otra palabra y eso relacionar el sexo con tenerla “de metro” debió quedarle muy bien para engrandecer su virilidad ante unas acciones hasta entonces relegadas a la mujer). Cuidar la alimentación, algo de ejercicio… ¡Y zas! Seguimos la tendencia en imagen personal y me freí los pelos con láser, hasta los de ese recóndito lugar. Es una gozada no tener que estar media hora restregando papel para que no quede rastro del paso de la mierda. Ahora Don Limpio o quien se atreva puede hacer la prueba del algodón.
Ver el color y tacto de mi propia piel me resultó atractivo. Parecía que estuviese estrenando cuerpo. Aunque parezca una tontería, para mí contribuía a querer cuidarme más, pero soy persona que disfruta especialmente con la comida y el esfuerzo por el culto al físico pronto decayó rendido ante los deseos del paladar.
Fue con el peso de la edad, la acción de las fuerzas gravitatorias, la rutina en la cama y los niños llamando a la puerta de la habitación, cuando antes de recurrir a la viagra, quise llamar al deseo. Así exprimida la creatividad en las novelas eróticas que escribí, invité a mi mujer a que se pusiese un tanga para izar el mástil del que colgar la bandera de la victoria del varón. Pero ella lo tuvo muy claro: “te lo pones tu”.
Y tras tratar de insistir y obtener la misma respuesta, sin más dilación, di el paso y eso hice. Pero claro… Que digan lo que quieran pero para mí no luce igual. Así que si buscaba despertar deseo alguno (no el de “la parienta”), había que hacer algo más. Esto me llevó a querer trabajar un poco más el físico.
Ahora me pongo un tanga, miro en el espejo ese culito que empieza a coger forma y algo me dice “hay que lucirlo”, “hay que hacer más ejercicio”. Además me da un toque informal, transgresor, moderno, desenfadado, atrevido para una persona aparentemente muy seria y formal. ¡Todo sea por alimentar el deseo! ¿Será un intento pasajero? ¿Servirá para algo? No sé, pero alguien ha empezado a querer cambiar su repertorio de ropa interior. Por mi parte, le doy algo de razón a mi pareja. No a todo culo puede lucirle bien y lo que se dice cómodo del todo no es, pero tampoco he encontrado gran repertorio ni he querido invertir mucho dinero. Marcas y modelos habrá y costuras ausentes también, pero al igual que los guantes en el trabajo todo será cuestión de acostumbrarse. ¿Será compatible con la práctica del ciclismo de montaña?

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